Ciudad de México, 1 abr (EFE).- A Paola Muñiz le molesta que le digan que Altair, de diez años y con autismo, está en su mundo. “Está en nuestro mundo, no hay otro”, contesta airada en el afán de que su hijo no se hunda entre los estigmas que rodean a su condición médica.
En esa tarea tiene en su padre, Miguel Ángel Muñiz, al mejor aliado: en la escuela, le explica aquello que no ha sido capaz de entender; en casa, le da conversación mientras el pequeño juega con los trenes que invaden la mesa del salón de su casa, en la alcaldía Venustiano Carranza de Ciudad de México.
Cuando tenía tres años, Altair comenzó a dar señas de su autismo. Apenas hablaba, no miraba a sus padres cuando le hablaban y en la guardería se quejaban de sus “berrinches”.
“Un neurólogo nos dijo que no tenía nada, que estaba consentido. En otras instituciones, que no tenía edad para que lo diagnosticaran”, explicó Paola en entrevista con EFE, con motivo del Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo que se celebra el próximo domingo.
Cuando la rebotaban de un centro a otro, Paola estaba en la etapa de negación.
En el Centro Integral de Salud Mental (CISAME) le hicieron las pruebas pertinentes y el diagnóstico fue claro: Altair tenía un trastorno del espectro autista moderado.
“Pierdes la imagen de niño perfecto que pensabas que ibas a tener. No es algo malo, pero es diferente de lo que tenías planificado”, relató.
Tras el duelo, llegó la aceptación, aunque no de todos.
“Me decían que no dijese que el niño tenía esa condición, lo percibían como algo malo. A mí me reprochaban mucho que no le motivaba lo suficiente o no le llevaba a terapia. Había una discriminación hacia Altair y hacia nosotros como papás”, lamentó.
Altair, sin embargo, también recibió muestras de apoyo.
En una ocasión, una madre del colegio pidió que sacaran a Altair del grupo de su hija. A cambio, la invitaron a abandonar el centro: “A su hija la van a aceptar en cualquier escuela y a Altair no, ¿a quién cree que voy a proteger?”, dijo Paola, reconstruyendo las palabras de la directora del colegio.
UN COMPAÑERO ESPECIAL
En la clase de quinto grado del colegio América Unida contrasta el pelo canoso de Miguel Ángel, quien ejerce como maestro sombra de su nieto.
“A un lado, voy tomando notas (…) y una vez estamos compaginados en el mismo tema, lo pongo a que escriba y entienda”, explicó el hombre de 66 años a EFE, quien empezó a trabajar a los 15 años y medio siglo después ha vuelto a sentarse en un pupitre.
Si no se muere antes ni se pelea con su hija, dijo socarrón, seguirá acompañando a su nieto hasta el curso que haga falta. Sin su ayuda, incidió Paola, Altair no habría progresado tanto, ni ella podría haber retomado sus estudios de medicina.
“Un día la maestra de inglés me dijo: ‘La mirada de amor que le mandó Altair no le he visto en ningún otro lado’. Entre él y yo no hay fronteras”, zanjó con un hilo de voz, enternecido.
LOS TRENES Y EL RUSO
A Altair le gusta lo que a cualquier chico que en algo más de un mes cumplirá 11 años: los videojuegos, los trenes y los camiones, pero como muchas personas con autismo, tiene sus obsesiones. La suya son los idiomas.
“Le entregan listas de verbos en inglés en la escuela y él se pone a traducirlas al ruso”, contó Paola, quien todavía se sorprende cuando Altair recita el abecedario, los colores y hasta alguna canción.
Despojado de su condición, Altair también es como cualquier otro chico: simpático, tierno, cariñoso y algo latoso.
“Aunque dicen que hay niños autistas que no son cariñosos, a Altair le gusta ir a mi camita a ‘apapacharme’ -acariciar-. Tiene su manera de expresarse, que no es la de todo el mundo, pero te da entender que te quiere”, dijo su madre.
El padre de Altair, Alberto Salazar, pasa buena parte del tiempo viajando por trabajo, pero cuando regresa a casa trata de recuperar el tiempo perdido con su hijo.
“Es una persona con muy buenas cualidades, muy noble. Creo que es un niño feliz”, destacó.
Después de un largo camino, de su lucha diaria para lograr avances personales y académicos, Miguel Ángel, Paola, Alberto y Altair han conseguido despejar cualquier atisbo de estigma del autismo.
“Somos como cómplices, compañeros, amigos. Yo lo siento más como un cuate”, sentenció Paola, a quien se le escapa una sonrisa cada vez que pronuncia el nombre de su hijo.