Washington, 25 abr (KFF Health News vía EFE).- En la década de 1990, los habitantes de Ciudad de México se dieron cuenta de que sus perros actuaban de forma extraña: algunos no reconocían a sus dueños y los patrones de sueño de los animales habían cambiado.
En aquella época, a esta ciudad desbordante y rodeada de montañas de más de 15 millones de habitantes se le conocía como la más contaminada del mundo, con una densa y constante neblina de contaminación.
En 2002, la toxicóloga y neuropatóloga Lilian Calderón-Garcidueñas, afiliada a la Universidad del Valle de México en Ciudad de México y a la Universidad de Montana, examinó el tejido cerebral de 40 perros que habían vivido en la ciudad y de otros 40 de una zona rural cercana con aire más limpio.
Descubrió que los cerebros de los perros urbanos mostraban señales de neurodegeneración, mientras que los del campo tenían cerebros mucho más sanos.
Calderón-Garcidueñas pasó a estudiar los cerebros de 203 personas residentes en Ciudad de México, de los cuales sólo uno no mostraba señales de neurodegeneración.
Esto llevó a la conclusión de que la exposición crónica a la contaminación atmosférica puede afectar negativamente al sistema olfativo de las personas a una edad temprana, y puede hacerlas más susceptibles a enfermedades neurodegenerativas como el alzheimer y el parkinson.
El principal contaminante es la materia de partículas en el aire, dijo Calderón-Garcidueñas. Contiene sólidos microscópicos o gotitas de líquido que son tan pequeñas que pueden inhalarse y causar problemas de salud graves.
“Podemos detectar nanopartículas dentro de las neuronas, dentro de las células gliales, dentro de las células epiteliales. También vemos cosas que no deberían estar ahí: titanio, hierro y cobre”, agregó.
El trabajo que realiza la científica mexicana se suma al creciente conjunto de pruebas que demuestran que respirar aire contaminado no sólo provoca daños cardiacos y pulmonares, sino también neurodegeneración y problemas de salud mental.
Está demostrado que la contaminación atmosférica es perjudicial para el cuerpo humano y afecta a casi todos los órganos. El asma, las enfermedades cardiovasculares, el cáncer, la muerte prematura y los derrames cerebrales figuran en la lista de afecciones que puede disparar la contaminación.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), esta contaminación encabeza la lista de amenazas para la salud en todo el mundo, causando siete millones de muertes anuales. Los niños y los bebés son especialmente susceptibles.
Averiguar el impacto de la contaminación atmosférica en el cerebro ha sido más difícil que en otros órganos debido a su inaccesibilidad, por lo que no se ha investigado a fondo.
El que la contaminación pueda causar o contribuir al alzheimer o al parkinson no está científicamente comprobado. Pero el trabajo de Calderón-Garcidueñas está a la vanguardia para demostrar que la contaminación atmosférica afecta directamente al cerebro a través del aire que se respira, y tiene graves repercusiones.
“Si hacemos ejercicio y pasamos tiempo en la naturaleza nos volvemos más resistentes”, afirmó Kristen Greenwald, trabajadora social medioambiental y profesora de la Universidad de Denver.
Megan Herting, que investiga el impacto de la contaminación atmosférica en el cerebro en la Universidad del Sur de California, señaló que, actualmente, los factores ambientales deberían incorporarse a las evaluaciones de los médicos, especialmente en lugares como el sur de California y la Front Range de Colorado, donde los altos niveles de contaminación atmosférica son un problema crónico.
“Cuando voy a una consulta médica, rara vez me preguntan dónde vivo y cómo es mi entorno familiar. Dónde vivimos, a qué estamos expuestos, es importante a la hora de pensar en la prevención y el tratamiento”, explicó.
Las investigaciones demuestran que las partículas diminutas eluden los sistemas de filtrado del organismo al inhalarse por la nariz y la boca, y que viajan directamente al cerebro. Las partículas finas y ultrafinas, que proceden de los gases de escape de los motores diésel, el hollín, el polvo y el humo de los incendios forestales, entre otras fuentes, suelen contener metales, lo que empeora su impacto.
Es probable que el cambio climático agrave los efectos de la contaminación atmosférica sobre el cerebro y la salud mental. El ozono se ha relacionado con la neurodegeneración, la disminución de la plasticidad cerebral, la muerte de neuronas y el deterioro del aprendizaje y la memoria. Los niveles de ozono son extremadamente altos en Los Ángeles y en los valles montañosos del Oeste, como la Front Range de Colorado, Phoenix y Salt Lake City.
La contaminación atmosférica también causa daños por inflamación crónica. “A tu cuerpo no le gusta estar expuesto a la contaminación atmosférica y produce una respuesta inflamatoria. A tu cerebro tampoco le gusta. Hay más de 10 años de ciencia toxicológica y estudios epidemiológicos que demuestran que la contaminación del aire causa neuroinflamación”, explicó Patrick Ryan, investigador del Hospital Infantil de Cincinnati, en un correo electrónico.
Gran parte de la investigación actual se centra en cómo la contaminación causa problemas de salud mental.
Los daños en el cerebro son especialmente perniciosos porque es el panel de control principal del organismo, y los daños de la contaminación pueden causar toda una serie de trastornos neuropsiquiátricos.
Uno de los focos de investigación en la actualidad es cómo los daños causados por la contaminación afectan a las áreas del cerebro que regulan las emociones, como la amígdala, el córtex prefrontal y el hipocampo.
La amígdala, por ejemplo, controla cómo procesamos el temor y las emociones, y su deterioro puede causar ansiedad y depresión. En una revisión reciente, 95 % de los estudios que analizaban los cambios físicos y funcionales de las áreas del cerebro que regulan las emociones mostraban un impacto de la contaminación atmosférica.
Un estudio muy amplio publicado en febrero en JAMA Psychiatry, realizado por investigadores de las universidades de Oxford y Pekín y del Imperial College de Londres, realizó un seguimiento de la incidencia de la ansiedad y la depresión en casi 400.000 adultos del Reino Unido durante 11 años. Descubrió que la exposición a largo plazo incluso a niveles bajos de una combinación de contaminantes atmosféricos —partículas en suspensión, dióxido de nitrógeno y óxido nítrico— aumentaba la aparición de depresión y ansiedad.
Otro estudio reciente, de Erika Manczak, de la Universidad de Denver, descubrió que los adolescentes expuestos al ozono predecían “un aumento más pronunciado de los síntomas depresivos a lo largo del desarrollo adolescente”.
Pero la investigación epidemiológica presenta deficiencias debido a factores confusos difíciles de explicar. Algunas personas pueden estar genéticamente predispuestas a la susceptibilidad y otras no. Algunas pueden sufrir estrés crónico o ser muy jóvenes o muy mayores, lo que puede aumentar su susceptibilidad. Las personas que residen cerca de zonas verdes, que reducen la ansiedad, pueden ser menos susceptibles.
“Las personas que viven en zonas más expuestas a los contaminantes tienen menos recursos y muchos problemas sistémicos. Hay más casos de estrés, depresión y ansiedad”, explicó Manczak. “Dado que esas zonas han sido marginadas por muchas razones, es un poco difícil decir que estos casos se deban a la exposición a la contaminación atmosférica”.
La mejor forma de saberlo con seguridad sería realizar ensayos clínicos, pero eso conlleva problemas éticos. “No podemos exponer aleatoriamente a los niños a la contaminación atmosférica”, afirmó Ryan.
Esta historia fue producida por KFF Health News, conocido antes como Kaiser Health News (KHN), una redacción nacional que produce periodismo en profundidad sobre temas de salud y es uno de los principales programas operativos de KFF, la fuente independiente de investigación de políticas de salud, encuestas y periodismo.
Versión original en inglés: https://kffhealthnews.org/news/article/air-pollution-mental-health-impact-research-depression-anxiety/